"Del interior del que crea en mí brotarán ríos de agua viva" (Jn 7, 39).

domingo, 21 de septiembre de 2008

André Frossard: "Dios existe, yo me lo encontré".


André Frossard nació en Francia en 1915. Como su padre, Ludovic-Oscar Frossard, fue diputado y ministro durante la III República y primer secretario general del Partido Comunista Francés, Frossard fue educado en un ateísmo total. Encontró la fe a los veinte años, de un modo sorprendente, en una capilla del Barrio Latino, en la que entró ateo y salió minutos más tarde "católico, apostólico y romano".

El ateísmo en André Frossard y su posterior y repentina conversión se entienden un poco más contemplando su propia familia, como nos lo cuenta él mismo: "Eramos ateos perfectos, de esos que ni se preguntan por su ateísmo. Los últimos militantes anticlericales que todavía predicaban contra la religión en las reuniones públicas nos parecían patéticos y un poco ridículos, exactamente igual que lo serían unos historiadores esforzándose por refutar la fábula de Caperucita roja. Su celo no hacia más que prolongar en vano un debate cerrado mucho tiempo atrás por la razón. Pues el ateísmo perfecto no era ya el que negaba la existencia de Dios, sino aquel que ni siquiera se planteaba el problema. (...)

Dios no existía. Su imagen o las que evocan su existencia no figuraban en parte alguna de nuestra casa. Nadie nos hablaba de Él. (...)

No había Dios. El cielo estaba vacío; la tierra era una combinación de elementos químicos reunidos en formas caprichosas por el juego de las atracciones y de las repulsiones naturales. Pronto nos entregaría sus últimos secretos, entre los que no había en absoluto Dios.

¿Necesito decir que no estaba bautizado? Según el uso de los medios avanzados, mis padres habían decidido, de común acuerdo, que yo escogería mi religión a los veinte años, si contra toda espera razonable consideraba bueno tener una. Era una decisión sin cálculo que presentaba todas las apariencias de imparcialidad. ¿A los veinte años quiere creer? Que crea. De hecho, es una edad impaciente y tumultuosa en la que los que han sido educados en la fe acaban corrientemente por perderla antes de volverla a encontrar, treinta o cuarenta años más tarde, como una amiga de la infancia... Los que no la han recibido en la cuna tienen pocas oportunidades de encontrarla al entrar en el cuartel...

Mi padre era el secretario general del partido socialista. Yo dormía en la habitación que, durante el día, servía a mi padre de despacho, frente a un retrato de Karl Marx, bajo un retrato a pluma de Jules Guesde (socialista que colaboró en la redacción del programa colectivista revolucionario) y una fotografía de Jaurès.

Karl Marx me fascinaba. Era un león, una esfinge, una erupción solar. Karl Marx escapaba al tiempo. Había en él algo de indestructible que era, transformada en piedra, la certidumbre de que tenía razón. Ese bloque de dialéctica compacta velaba mi sueño de niño. (...)

El domingo era el día del Señor para los luteranos, que a veces iban al templo, y para los pietistas, que se reunían en pequeños grupos bajo la mirada falta de comprensión de otros. Para nosotros era el día del aseo general, en el agua corriente del arroyo truchero, después del cual mi abuelo me friccionaba la cabeza con un cocimiento de manzanilla..."En Navidad, las campanas de los pueblos cercanos, que no encontraban eco entre nosotros, extendían como un manto de ceremonia sobre la campiña muerta. Nosotros también nos poníamos nuestros trajes domingueros para ir a ninguna parte (...) Almorzábamos en la mejor habitación, sobre el blanco mantel de los días señalados.

Pero ni el moscatel de Alsacia, ni la cerveza, ni la frambuesa, volvían a la familia más habladora. La comida, más rica que de costumbre, y el abeto, completamente barbudo de guirnaldas plateadas, nada conmemoraban. Era una Navidad sin recuerdos religiosos, una Navidad amnésica que conmemoraba la fiesta de nadie.

Entre las izquierdas la política se consideraba como la más alta actividad del espíritu, el más hermoso de los oficios, después del de médico, sin embargo. A ella debían mis padres, por otra parte, el haberse encontrado. Mi madre de espíritu curioso, había escuchado a mi padre hablar del socialismo ante un auditorio obrero, con la fogosidad de sus veinticinco años, una inteligencia combativa, una voz admirable. Desde aquel día, ella le siguió de reunión en reunión, por amor al socialismo, hasta la alcaldía. Cuando me contaba esa historia, yo no comprendía gran cosa. Para mí, mis padres eran mis padres desde siempre y no imaginaba que hubiesen podido no serlo en un momento dado de su existencia. La honestidad, la natural decencia de su vida en común, me habían dado del matrimonio la idea de una cosa que no podía deshacerse y que, al no tener fin, no había tenido comienzo.

Mi madre vendía al pregón el periódico de la Federación Socialista, completamente redactado por mi padre, entonces maestro destituido por amaños revolucionarios y reducido a la miseria. Pero la política llenaba la vida de mi padre. (...)

Rechazábamos todo lo que venía del catolicismo, con una señalada excepción para la persona -humana- de Jesucristo, hacia quien los antiguos del partido mantenían (con bastante parquedad, a decir verdad) una especie de sentimiento de origen moral y de destino poético. No éramos de los suyos, pero él habría podido ser de los nuestros por su amor a los pobres, su severidad con respeto a los poderosos, y sobre todo por el hecho de que había sido la víctima de los sacerdotes, en todo caso de los situados más alto, el ajusticiado por el poder y por su aparato de represión".

Pero sin tener mérito alguno Frossard, porque Dios quiso y no por otra razón, fue el afortunado en recibir el regalo de la conversión. El no buscaba a Dios. Se lo encontró: "Sobrenaturalmente, sé la verdad sobre la más disputada de las causas y el más antiguo de los procesos: Dios existe. Yo me lo encontré.

Me lo encontré fortuitamente -diría que por casualidad si el azar cupiese en esta especie de aventura-, con el asombro de paseante que, al doblar una calle de París, viese, en vez de la plaza o de la encrucijada habituales, una mar que batiese los pies de los edificios y se extendiese ante él hasta el infinito.

Fue un momento de estupor que dura todavía. Nunca me he acostumbrado a la existencia de Dios.

Habiendo entrado, a las cinco y diez de la tarde, en una capilla del Barrio Latino en busca de un amigo, salí a las cinco y cuarto en compañía de una amistad que no era de la tierra.

Habiendo entrado allí escéptico y ateo de extrema izquierda, y aún más que escéptico y todavía más que ateo, indiferente y ocupado en cosas muy distintas a un Dios que ni siquiera tenía intención de negar -hasta tal punto me parecía pasado, desde hacía mucho tiempo, a la cuenta de pérdidas y ganancias de la inquietud y de la ignorancia humanas-, volví a salir, algunos minutos más tarde, "católico, apostólico, romano", llevado, alzado, recogido y arrollado por la ola de una alegría inagotable.

Al entrar tenía veinte años. Al salir, era un niño, listo para el bautismo, y que miraba entorno a sí, con los ojos desorbitados, ese cielo habitado, esa ciudad que no se sabía suspendida en los aires, esos seres a pleno sol que parecían caminar en la oscuridad, sin ver el inmenso desgarrón que acababa de hacerse en el toldo del mundo. Mis sentimientos, mis paisajes interiores, las construcciones intelectuales en las que me había repantingado, ya no existían; mis propias costumbres habían desaparecido y mis gustos estaban cambiados.

No me oculto lo que una conversión de esta clase, por su carácter improvisado, puede tener de chocante, e incluso de inadmisible, para los espíritus contemporáneos que prefieren los encaminamientos intelectuales a los flechazos místicos y que aprecian cada vez menos las intervenciones de lo divino en la vida cotidiana. Sin embargo, por deseoso que esté de alinearme con el espíritu de mi tiempo, no puedo sugerir los hitos de una elaboración lenta donde ha habido una brusca transformación; no puedo dar las razones psicológicas, inmediatas o lejanas, de esa mutación, porque esas razones no existen; me es imposible describir la senda que me ha conducido a la fe, porque me encontraba en cualquier otro camino y pensaba en cualquier otra cosa cuando caí en una especie de emboscada: no cuento cómo he llegado al catolicismo, sino como no iba a él y me lo encontré. (...)

Nada me preparaba a lo que me ha sucedido: también la caridad divina tiene sus actos gratuitos. Y si, a menudo, me resigno a hablar en primera persona, es porque está claro para mí, como quisiera que estuviese enseguida para vosotros, que no he desempeñado papel alguno en mi propia conversión. (...)

Ese acontecimiento iba a operar en mí una revolución tan extraordinaria, cambiando en un instante mi manera de ser, de ver, de sentir, transformando tan radicalmente mi carácter y haciéndome hablar un lenguaje tan insólito que mi familia se alarmó.

Se creyó oportuno, suponiéndome hechizado, hacerme examinar por un médico amigo, ateo y buen socialista. Después de conversar conmigo sosegadamente y de interrogarme indirectamente, pudo comunicar a mi padre sus conclusiones: era la "gracia", dijo, un efecto de la "gracia" y nada más. No había por qué inquietarse.

Hablaba de la gracia como de una enfermedad extraña, que presentaba tales y cuales síntomas fácilmente reconocibles. ¿Era una enfermedad grave? No. La fe no atacaba a la razón. ¿Había un remedio? No; la enfermedad evolucionaba por sí misma hacia la curación; esas crisis de misticismo, a la edad en que yo había sido atacado, duraban generalmente dos años y no dejaban ni lesión, ni huellas. No había más que tener paciencia.

Se me toleraría mi capricho religioso a condición de que fuese discreto, como lo serían conmigo. Se me rogó que me abstuviese de todo proselitismo en relación con mi hermana menor. Ella se convertiría a pesar de todo al catolicismo, y mi madre también, bastantes años después de ella".

Frossard escribió el libro de su conversión, "Dios existe. Yo me lo encontré", que mereció el Gran Premio de la literatura Católica en Francia en 1969, y que se convertiría en un best-seller mundial.

En 1985 fue elegido miembro de la Academia y trabajó en la Comisión del Diccionario. Muere en París en 1995 a los 80 años de edad, tras haber sido uno de los intelectuales católicos franceses más influyentes de su país en el presente siglo.

Tomado de http://www.capellania.org/docs/jcremades
Las citas son de Dios existe, yo me lo encontré, de André Frossard.

lunes, 8 de septiembre de 2008

Polémico guionista de Hollywood cuenta su conversión al Catolicismo


WASHINGTON D.C., 03 Sep. 08 / 06:42 am (ACI).- Joe Eszterhas es un guionista de cine conocido en Hollywood como el creador del "thriller erótico", un género compuesto por películas oscuras que combinan el sexo y la violencia. En unos días publicará su más reciente libro en el que narra su asombrosa conversión al Catolicismo.
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Eszterhas se hizo millonario por escribir los guiones de películas taquilleras como Basic Instinct, Showgirls y Jagged Edge, todas conocidas por su explícito contenido sexual. Además fue editor de la revista Rolling Stone.
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El escritor, nacido en 1944, creció en campos de refugiados en Hungría después de la Segunda Guerra Mundial hasta que llegó con su familia a Cleveland, Estados Unidos. Trabajó como reportero de noticias policiales, cubriendo incontables tiroteos y peleas urbanas.
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En ese tiempo, sostiene que su vida era muy oscura, llena de muerte, asesinatos, crímenes y caos, lo que marcó su posterior carrera de guionista.
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En el verano del año 2001, Eszterhas fue diagnosticado con cáncer de garganta. Debió someterse a una delicada cirugía y recibió la orden médica de dejar el alcohol y el tabaco. Eszterhas tenía 56 años, siempre tuvo un estilo de vida alocado y sabía que cambiar sus hábitos no sería fácil.
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Un día, que Eszterhas describe como "infernalmente caluroso", estaba caminando por la calle cuando se dio cuenta que su vida había tocado fondo.
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"Me estaba volviendo loco. Estaba muy nervioso. Temblaba. No tenía paciencia para nada. Cada terminación nerviosa demandaba un trago y un cigarrillo", recuerda.
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Se sentó en el piso, comenzó a llorar y de repente comenzó a rezar. "Por favor, Dios, ayúdame", dijo.
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En ese momento, se dio cuenta de que no rezaba desde niño. "No podía creer lo que había dicho. No supe por qué lo había dicho. Nunca antes lo había dicho", recuerda.
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Inmediatamente, Eszterhas se sintió sobrecogido por un sentimiento de paz y se acabaron sus temblores. En ese momento, tal como le ocurrió a Saulo camino a Damasco, vio "una luz brillante, deslumbrante, casi cegadora que me hizo cubrir mis ojos con las manos".
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Para Eszterhas, esta experiencia fue determinante. Pasó de dudar sobre poder vivir sin tabaco ni alcohol, a saber que podía vencerse a sí mismo y triunfar.
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En ese momento comenzó su camino de regreso a la Iglesia pero el escándalo sexual que afectó duramente a los católicos en Estados Unidos se convirtió en un escollo para terminar su retorno. Por eso optó por asistir a servicios no denominacionales, pero finalmente se convenció de que no podía dejar de ser católico.
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"La Éucaristía y la presencia del cuerpo y sangre de Cristo está en mi mente y es una experiencia sobrecogedora. La Comunión es poderosa y es casi un sentimiento celestial", afirma.
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Aún ahora recibe ofertas para escribir guiones sobre temas siniestros. Sin embargo, asegura que ha "gastado mucha vida explorando el lado oscuro de la humanidad y no quiero regresar a eso nunca más".
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"Mi vida cambió desde que Dios entró a mi corazón. No me interesa la oscuridad. Tengo cuatro hijos hermosos, una esposa a la que adoro, adoro estar vivo y gozo de cada momento de mi vida. Mi visión se ha iluminado y no quiero regresar a ese lugar oscuro".
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En el último año, los médicos le dieron de alta y asegura que ha vencido al cáncer gracias a lo que él considera un milagro. Éste es el motivo por el cual escribió su nuevo libro titulado "Crossbearer: A memoir of faith" (Portador de Cruz : Un recuerdo de fe), para dar gracias a Dios y contarle al mundo lo que Él hizo en su vida.
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http://www.aciprensa.com/

miércoles, 3 de septiembre de 2008

Íngrid Betancourt revela cómo Dios le ha tocado el corazón



CIUDAD DEL VATICANO, martes, 2 septiembre 2008 (ZENIT.org).- Tras los 25 minutos de encuentro con Benedicto XVI, este lunes, en el palacio apostólico de Castel Gandolfo, la ex candidata a la presidencia de Colombia, Íngrid Betancourt, reveló en una rueda de prensa cómo Dios le ha tocado el corazón en su cautiverio.
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Antes de ser secuestrada, en febrero de 2002, Ingrid era una mujer de poca fe. Ella misma lo reconoce. Sin embargo, durante los casi siete años que permaneció en poder de las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia (FARC), en el sur de la selva colombiana, los únicos libros que tenía consigo eran la Biblia y el diccionario, así que durante los largos días de cautiverio se dedicaba a leer y meditar la Palabra de Dios.
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Consagración al Sagrado CorazónIngrid todos los días escuchaba la radio para poder entretenerse e informarse. Un mes antes de su liberación, el pasado 1 de junio, estaba oyendo la Radio Católica Mundial y escuchó las promesas que experimentarí a quien se consagre al Sagrado Corazón.
Si bien Ingrid reconoce que no las recuerda todas, las enumeró a los periodistas: la primera es tocar el corazón duro de quienes le hagan sufrir; la segunda bendecir los proyectos del interesado; y la tercera, la ayuda del para cargar la cruz y que le esperará en el tránsito de la muerte.

Cuenta Íngrid que al escuchar estas promesas dijo: "Eso es para mí. Yo necesito que Dios toque el corazón duro de la guerrilla, que toque el corazón duro de todos aquellos que no dejan que se produzca la libertad nuestra".
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"Yo necesito que la empresa mía, que es la de obtener la libertad de todos nosotros, Él la tome para sí, la bendiga y permita que esto suceda. Y yo necesito que Él me acompañe a llevar esta cruz porque yo sola ya no puedo más", comentó la ciudadana colombo-francesa.
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Luego de conocer estas promesas, cuenta Ingrid que le dijo al Sagrado Corazón: "Jesús, yo en estos años nunca te he pedido nada. Pero hoy sí te voy a pedir algo: como este es el mes del Sagrado Corazón, tu mes, te voy a pedir que me hagas el milagro, no de mi liberación porque no creo que sea posible, pero hazme el milagro de que yo sepa cuándo voy a ser liberada porque si yo sé cuándo, por más de que sea dentro de muchos años, yo voy a tener la fuerza de aguantar. Si tu me haces ese milagro, Señor mío, seré tuya".
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Ingrid cuenta que le dijo al Santo Padre: "Yo no sé lo que quiere decir ser de Cristo". Él le respondió: "Él te va a mostrar la vía"El 27 de junio un comandante de las FARC fue a hablar con Íngrid: "Hay una comisión internacional que va a visitar a los prisioneros y es muy probable que algunos de ustedes sean liberados", le dijo.
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Cuenta Ingrid que el Santo Padre le respondió: "Él te hizo el milagro de tu liberación, porque tú supiste pedirle. Porque tú no le pediste tu liberación, tú le pediste que se hiciera su voluntad y que te ayudara a entender su voluntad".Creerle a DiosBetancourt aprovechó la ocasión para invitar a todos aquellos que no creen: "Hay muchas personas que están enojadas con Dios y no quieren creer y tantas personas a quienes les da vergüenza creer en Dios. Yo lo único que les puedo decir es que hay alguien que nos oye y nos habla con palabras y que si nosotros entendemos cómo hablarle a él, él nos va a ayudar".
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Tras la audiencia, Ingrid aseguró que Benedicto XVI siempre ora por los secuestrados: "El Papa lleva el dolor de los que sufren en su alma", es un "hombre de luz".
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Igualmente envió un mensaje de aliento a aquellos que fueron sus compañeros de cautiverio y que aún no han sido liberados: "Sé que esta voz va a llegar a la selva colombiana. Sé que pronto los voy a abrazar en la libertad".También hizo un llamado a los miembros de la guerrilla, que actualmente tienen cerca de 3 mil secuestrados en su poder: "Ustedes me tuvieron siete años cautiva. Los conozco profundamente, conozco su organización su manera de pensar sus objetivos. Hoy quiero decirles que el mundo los está esperando. El mundo quiere que haya espacios en su mente para que ustedes logren la paz en Colombia. (...) La respuesta esta en el corazón de ustedes no en los cálculos militares y políticos", concluyó.

Por Carmen Elena Villa Betancourt

Puede verse un testimonio de Íngrid Betancourt a las cámaras de televisión en http://www.h2onews.org/

Eduardo Verástegui, del mundo de la fama al mundo de la fe


Actor y cantante Eduardo Verástegui habla de su conversión
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Empezó a trabajar a los 17 años cantando en un grupo que se llamaba “Kairo”. Viajes, discos, videos, telenovelas en México… La fama fue subiendo y cumpliéndose sus “sueños”. Ya sin el grupo siguió cantando como solista. En uno de sus viajes México-E.U. le conoció un director de casting de la “Century Fox” y lo contrató para grabar películas en Hollywood.
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Con 28 años y jornadas de estudio de ocho horas al día, a los siete meses aprendió inglés. La maestra, para su sorpresa, resultó ser una católica convencida que sembró en él la inquietud por buscar la verdadera felicidad.
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“Después de doce años de carrera, de lograr todos esos sueños que pensé me iban a dar la felicidad, de haber llegado de un pueblo chiquito a Hollywood, de hacer una película en inglés, de tener doce managers, publicistas, agentes, abogados, todo tipo de personas trabajando para mí para lanzar el próximo “latin lover, Don Juan, casanova”; y de pronto ¡confundido porque no era feliz! ¡Y claro: mexicano, católico practicante; según yo practicaba porque iba a misa una vez al año y traía un Rosario colgado!” Así narró hace poco el comienzo de su conversión a un grupo de jóvenes que le escuchamos pasmados.
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“Si amas tanto a Dios como dices –le dijo la maestra–, traes el Rosario, tienes una Virgen en tu casa, vas a misa una vez al año y crees que lo estás sirviendo, ¿por qué le insultas tanto?; ¿por qué rompes este mandamiento…? Desde ahí empezaron las lágrimas. Tres meses de llorar y llorar. Por la gracia de Dios me di cuenta de que estaba viviendo en una incoherencia total, contradicciones todo el tiempo. Así es que dejé todo: mis manager, mi carrera; fui a hablar con un sacerdote…”
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Fue tan fuerte la acción de la gracia de Dios que estuvo a punto de meterse en un seminario. Pero el consejo del sacerdote le impulsó a otra misión: fundar una productora de cine. “Allí donde está la oscuridad, ahí es donde debes estar porque si Dios cerró los ojos ahí necesitamos ser una luz en la oscuridad”, le subrayó el padre.
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Para colmo le dio un libro que le cambio la vida (“Roma, dulce hogar”): “Cuando cerré ese libro, hace tres años, empecé a asistir a misa todos los días. Ese libro me ayudó mucho a discernir: o es realmente Dios o no lo es. Y si sí es (que me quedó bien claro por la gracia de Dios que estaba actuando en ese momento) quiero estar ahí en ese momento todos los días del resto de mi vida.
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Me fui a un retiro como cinco días y ahí fue donde salió la idea de armar “Metanoia films”, porque la palabra metanoia, conversión en griego, era lo que estaba pasando. Dejar todo lo que en un momento pensé que iba a ser la felicidad para seguir a Dios y entregar mi vida completa a Dios, que yo creí que iba a ser en el seminario, como monje de clausura o algo así y Dios me la puso de manera diferente”.
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Pero no paró todo ahí. Con la productora lista, contratos jugosos rechazados, dispuesto a promocionar los valores, se empezaron a sentir las pruebas por la falta de dinero: Sabía que Dios lleva a los hombres a las aguas profundas no para ahogarlos sino para limpiarlos pero ¡ya nos andábamos ahogando! En noviembre de 2004, invitado por el amigo sacerdote, fue a Roma, saludo a Juan Pablo y le presentó “Metanoia films”. Una semana después conoció a Sean, un católico que le compró parte de la compañía y le dio el dinero para hacer la película: “¡Justamente una semana después de haber conocido al Santo Padre! Para nosotros fue un milagro clarísimo”.
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Como la temática lo exigía, antes de iniciar el rodaje decidió ir a una clínica de abortos para platicar con alguna chica. “Cuando llegué empecé a ver a estas chavas entrando; niñas de 15 a 23 años, en su mayoría latinas… ¡No pude ni hablar! Obviamente ni decirles “Fíjate que estoy haciendo una película, me gustaría saber el dolor que traes para…” ¡No pude! Se me cerraron los labios y lo único que hice fue observar la gente que estaba fuera tratando de convencerlas con sus panfletos, con todo lo que les estaban platicando”.
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Al final terminó hablando con una joven que le había reconocido. Se la llevó a otro sitio, y a platicar y platicar. Le enseñó un video pro vida, le regaló cosas, le habló de la belleza de ser portadora de una vida… Al final la joven se subió al auto de su marido y no aborto.
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Tras filmar la película, el esposo de la chica le habla y le pregunta si pueden llamar al niño: “Eduardo”. Verástegui fue al hospital, llevó sacerdote y bautizaron al niño. “Una de las excusas que tenían para abortar era que la niña anterior había salido con los ojitos un poco malos; el segundo hijo les salió con una burbuja en la cabeza y pensaron que el tercero también les iba a salir así y nada, gracias a Dios el tercero fue el que salió físicamente sano. Me quedó muy claro que fue la gracia de Dios y que a uno lo utiliza simplemente como un instrumento, pero ha sido la cosa más bella que he hecho en toda mi vida…”
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La idea de esa película es salvar muchas vidas. Que cualquier chica embarazada que quiera abortar y vea la cinta, quede tocada en su corazón y cambie su decisión.
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La historia de Eduardo Verástegui es una de esas conversiones que reclaman examen de conciencia y exigen revisión de la propia vida. “¿Si él pudo, por qué yo no?”, se preguntarán muchos. La respuesta estará no en el fácil responder: “¡claro, es que él es famoso y yo no!”, sino en la actitud de correspondencia a la gracia que da Dios, al amor de Dios que es el mismo para todos. Cada uno actúa desde el puesto que le toca. Ninguno es innecesario porque en todo cuerpo tanto vale el corazón como el cerebro, la vista como el tacto. Todo depende del fruto que sepamos dar según el propio papel.
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(Catholic.net)

Por qué me convierto del islam al catolicismo

Artículo de Magdi Cristiano Allam, subdirector del "Corriere della Sera"

Me has preguntado si no temo por mi vida, consciente de que la conversión al cristianismo implicará ciertamente una enésima, y mucho más grave, condena a muerte por apostasía.
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El Mundo 23/03/08
Querido director:
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Lo que te voy a contar se refiere a una decisión de fe y de vida personal, que, de ninguna manera, quiere implicar al Corriere della Sera, del que me honro en formar parte desde 2003, con el cargo de vicedirector ad personam. Te escribo, por lo tanto, como protagonista de la vivencia y como ciudadano privado. Ayer por la noche me convertí a la religión católica, renunciando a mi anterior fe islámica. De esta forma y por la gracia divina, vio la luz el fruto sano y maduro de una larga gestación vivida en medio del sufrimiento y de la alegría, entre la profunda e íntima reflexión y la consciente y manifiesta exteriorización. Estoy especialmente agradecido a Su Santidad, el Papa Benedicto XVI, que me administró los sacramentos de la iniciación cristiana, Bautismo, Confirmación y Eucaristía, en la Basílica de San Pedro, durante la solemne celebración de la Vigilia Pascual. Y adopté el nombre cristiano más sencillo y explícito: «Cristiano».
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Desde ayer, pues, me llamo Magdi Cristiano Allam. El de ayer fue, para mí, el día más bello de mi vida. Adquirir el don de la fe cristiana en la celebración de la Resurrección de Cristo de manos del Santo Padre es, para un creyente, un privilegio inigualable y un bien inestimable. A mis casi 56 años, es en mi historia personal un hecho histórico, excepcional e inolvidable, que marca un punto de inflexión radical y definitivo respecto al pasado. El milagro de la Resurrección de Cristo se ha reflejado en mi alma, liberándola de las tinieblas de una predicación donde el odio y la intolerancia hacia el «diferente», condenado acríticamente como «enemigo», priman sobre el amor y el respeto al «prójimo», que es siempre y en cualquier circunstancia «persona». Al mismo tiempo, mi mente se ha liberado del oscurantismo de una ideología que legitima la sumisión y la tiranía, permitiéndome adherirme a la auténtica religión de la Verdad, de la Vida y de la Libertad. En mi primera Pascua como cristiano, no sólo he descubierto a Jesús, sino que he descubierto, por vez primera, al auténtico y único Dios, que es el Dios de la Fe y de la Razón.

Mi conversión al catolicismo es el punto de llegada de una gradual y profunda reflexión interior, a la que no pude sustraerme, dado que, desde hace cinco años, me veo obligado a llevar una vida blindada, con vigilancia fija en mi casa y con la escolta de los carabineros en todos mis desplazamientos, por culpa de las amenazas y de las condenas a muerte dictadas contra mí por los extremistas y los terroristas islámicos, tanto por los residentes en Italia como por los que viven en el extranjero. He tenido que interrogarme, pues, sobre la actitud de los que han dictado públicamente fatuas (condenas jurídicas islámicas), denunciándome a mí, que era musulmán, como «enemigo del islam», como «hipócrita cristiano copto que finge ser musulmán para perjudicar al islam» y como «traidor y difamador del islam», legitimando de esta forma mi condena a muerte. Me he preguntado a menudo cómo es posible que a alguien como yo que luchó de una forma convencida y ardiente por un «islam moderado», asumiendo la responsabilidad de exponerme en primera persona en la denuncia del extremismo y del terrorismo islámico, haya terminado por ser condenado a muerte en nombre del islam y tras una supuesta legitimación coránica. De esta forma me fui dando cuenta de que, más allá de la coyuntura que registra la implantación del fenómeno de los extremistas y del terrorismo islámico en todo el mundo, la raíz del mal está inscrita en un islam que es fisiológicamente violento e históricamente, conflictivo.
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Paralelamente, la Providencia me ha ido poniendo en el camino a personas católicas practicantes de buena voluntad que, en virtud de su testimonio y de su amistad, se convirtieron, poco a poco para mí, en punto de referencia en el plano de las certezas de la verdad y de la solidez de los valores. Comenzando por tantos amigos de Comunión y Liberación, con Don Julián Carrón a la cabeza; por sencillos religiosos como Gabriele Mangiarotti, sor Maria Gloria Riva, Don Carlo Maurizi y el padre Yohannis Lahzi Gaid; o por el redescubrimiento de los salesianos gracias a Don Angelo Tengattini y Don Maurizio Verlezza, culminado en una renovada amistad con el Rector Mayor, Don Pascual Chávez Villanueva; hasta el abrazo de altos prelados de gran humanidad como el cardenal Tarcisio Bertone, monseñor Luigi Negri, Giancarlo Vecerrica, Gino Romanazzi y, sobre todo, monseñor Rino Fisichella, que me ha acompañado personalmente en mi recorrido espiritual de aceptación de la fe cristiana.

Pero indudablemente el encuentro más extraordinario y significativo en la decisión de convertirme fue el que mantuve con el Papa Benedicto XVI, al que siempre he admirado y defendido siendo musulmán, por su maestría a la hora de establecer el vínculo indisoluble entre la fe y la razón como fundamento de la auténtica religión y de la civilización humana, y al que me adhiero plenamente como cristiano por inspirarme una nueva luz en el cumplimiento de la misión que Dios me ha reservado.

Querido director, me has preguntado si no temo por mi vida, consciente de que la conversión al cristianismo implicará ciertamente una enésima, y mucho más grave, condena a muerte por apostasía. Tienes razón. Sé a lo que me expongo, pero afrontaré mi destino con la cabeza alta y erguida y con la solidez interior del que tiene la certeza de la propia fe. Y todavía más, después del gesto histórico y valiente del Papa que, desde el primer momento en que tuvo noticias de mi deseo, aceptó de inmediato administrarme en persona los sacramentos de la iniciación al cristianismo.


Su Santidad lanzó un mensaje explícito y revolucionario a una Iglesia que, hasta ahora, quizás haya sido demasiado prudente en la conversión de musulmanes, absteniéndose de hacer proselitismo en los países de mayoría islámica y silenciando la realidad de los conversos en los países cristianos. Por miedo. Por miedo a no poder ayudar a los conversos frente a la condena a muerte por apostasía y por miedo a las represalias sobre los cristianos residentes en los países musulmanes. Pues bien, hoy, Benedicto XVI, con su testimonio, nos dice que hay que vencer el miedo y no temer a la hora de proclamar la verdad de Jesús incluso a los musulmanes.

Por mi parte, quiero afirmar que es hora de poner fin al puro arbitrio y a la violencia de los musulmanes, que no respetan la libertad religiosa. En Italia, hay miles de conversos al islam que viven serenamente su nueva fe. Pero también hay miles de musulmanes convertidos al cristianismo, que se ven obligados a ocultar su nueva fe por miedo a ser asesinados por los extremistas islámicos, que se ocultan entre nosotros.

Por una de esas casualidades que evocan la mano del Señor, mi primer artículo escrito en el Corriere el 3 de septiembre de 2003 se titulaba Las nuevas catacumbas de los islámicos conversos. Era una investigación sobre algunos neocristianos que, en Italia, denunciaban su profunda soledad espiritual y humana frente a la contumacia de las instituciones del Estado, que no tutelaban su seguridad, y frente al silencio de la propia Iglesia.

Pues bien, quiero que del gesto histórico del Papa y de mi testimonio extraigan el convencimiento de que llegó el momento de salir de las tinieblas de las catacumbas y proclamar públicamente su voluntad de ser plenamente ellos mismos.

Si aquí, en Italia, la cuna del catolicismo, si aquí, en nuestra casa, no somos capaces de garantizar a todos la plena libertad religiosa, ¿cómo podremos ser creíbles cuando denunciamos la violación de dicha libertad en otras partes del mundo? Pido a Dios que esta Pascua especial otorgue la resurrección del espíritu a todos los fieles en Cristo, que, hasta ahora, han estado sojuzgados por el miedo.

Magdi Cristiano Allam, escritor de origen egipcio, es especialista en temas de Oriente Próximo. Su último libro es Viva Israel (2007). Este artículo es la reproducción íntegra del texto publicado en "Corriere della Sera" enviado por el autor al director del periódico italiano con ocasión de su bautismo por el Papa.
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