"Del interior del que crea en mí brotarán ríos de agua viva" (Jn 7, 39).

domingo, 25 de octubre de 2009

Entrevista a Tim Guénard, autor de "Más fuerte que el odio"

Cuando tenía tres años su madre le abandonó atado a un poste de electricidad. A los cinco años su padre le dio una paliza que le retuvo en un hospital hasta los siete años. El resto de su infancia la pasó de una casa de acogida a otra, hasta que, ya en la adolescencia y tras varias estancias en la cárcel para menores, vivió la ley de la calle para subsistir. Con esa vida, lo único que le animaba a seguir era el deseo de matar a su padre. Pero el “Big Boss” –como llama a Dios– y el encuentro con personas clave hicieron que su camino diese un giro de 180 grados hacia el perdón y el amor.

Tim GUÉNARD fue un niño rechazado y maltratado por las personas que más le importaban: sus padres. Como su familia no quiso hacerse cargo de él, entró en un orfanato a los siete años donde tampoco nadie lo quiso adoptar. Sufrió el maltrato y el desprecio de las personas encargadas de su cuidado y acabó en un hospital psiquiátrico por un error administrativo. De allí fue a parar a un reformatorio, donde aprendió a pelear y a odiar al mundo entero… Sólo las ganas de matar a su padre le mantuvieron en pie, convertido ya en todo un delincuente de 12 años.

El círculo vicioso siguió su curso con más huidas, maltratos físicos, vivencias en la calle, una violación y las mafias de la prostitución. Pero a los 16 años, una jueza –“la señora jueza”– fue la primera persona que realmente se ocupó de él; le consiguió un trabajo como aprendiz de escultor de gárgolas y, con esta profesión, Tim comenzó a ser alguien.

Tras cumplir la mayoría de edad, el encuentro con otras personas clave le llevaron por un camino de renovación, de perdón y superación de aquella dramática espiral que asoló toda su vida.

Apoyado en el “Big Boss”, Tim es hoy un hombre de casi 50 años, que vive en el sudeste de Francia, cerca de Lourdes, y que está felizmente casado con Martine, con quien tiene cuatro hijos. Un hombre que acoge en su propia casa a personas con problemas, a las que orienta y da ánimos para que encuentren nuevos motivos para vivir, ofreciéndoles un techo y una mano amiga. Un hombre que no olvida la promesa que se hizo en su ¬adolescencia: acoger a otros con las mismas necesidades que él sufrió.

Pero la misión de Tim no sólo se desarrolla en Francia, el culmen de su renovación interior fue escribir un libro autobiográfico (Más fuerte que el odio. Gedisa, 2003), donde desgrana con sencillez y sinceridad la historia de su vida. A partir de entonces, acude a donde le llaman para narrar su experiencia, demostrándole al mundo que “el hombre es libre de alterar su destino”.

Cuando piensa en su infancia, ¿cuál es su peor recuerdo?

El peor es haber estado tres años en la cama de un hospital por culpa de los golpes que me dio mi papá. Cuando bebía, no sabía lo que hacía y me pegaba sin darse cuenta. Lo que más me dolió es que durante ese tiempo de convalecencia, nunca tuve una visita.

Un día en el hospital, vio que a su compañero de habitación se le cayó el envoltorio de uno de los regalos que recibió. Usted cogió ese papel y lo escondió. Cuenta en su libro que, a pesar de su situación, este simple papel le ayudó a salir adelante...

Sí, eso fue lo que me ayudó. El papel tenía el dibujo de un tren con vagones llenos de juguetes y un oso de peluche que movía su brazo. Lo escondí en los baños del final del pasillo y todos los días me arrastraba hasta allá (no podía andar) para ver mi papel a escondidas; me daba la impresión de que el osito me decía “¡Hola Tim!” y que me daba las buenas noches al final del día. Para mí era la única visita (esto demuestra que lo que desechan los demás puede ser importante para otros). Ese papel me dio un poco de calor y suscitó en mí el deseo de volver a caminar. Gracias a ese esfuerzo para ver mi papel de regalo, aprendí a andar nuevamente.

¿Qué se necesita para superar una situación como la que describe?

Siempre es necesaria la motivación. Yo soñaba que habían metido a mi papá en una lavadora y que llegaba todo nuevo. ¡Tenía tantas ganas de un beso!, o de una mirada, un gesto; pero tristemente nunca llegó... Un día ya no tuve ganas de eso, tuve ganas de vivir para matarlo; y el odio me dio fuerza.

Sin embargo, insiste en que el odio y la violencia no son genéticos, ¿cómo romper ese círculo vicioso?

Si una persona no sale de su entorno, no se da cuenta de cómo es en realidad y, por desgracia, reproduce esas actitudes inconscientemente. Cuando ves a personas que quieren y son queridas eso te ayuda a no reproducir malas conductas. Para los que no tienen cariño, ver a gente con amor es como mirar ese escaparate donde no se puede comprar. Sin embargo, puedes decir: “pues yo algún día viviré de otro modo”. Yo no he reproducido la violencia simplemente porque encontré a gente que me hizo desear cosas más positivas.

¿Qué le permitió olvidar y perdonar?

Ha sido un camino imprevisto en el que encontré a gente que dice en voz alta lo que tú piensas en bajito. Esos que van unos pasos por delante de ti, que han tenido una vida difícil y que ahora tienen una vida muy bella. Me preguntaba por qué y pensaba que yo también tendría una vida así en el futuro. Esa gente te da ambiciones, incluso sin que tú lo sepas. Por eso la mejor manera de ir en contra del destino es ir al encuentro de los demás; porque te dan ilusiones y te enseñan que la vida tiene otro paisaje.

Usted acoge en su familia a jóvenes con problemas, ¿qué les ofrece a diferencia del DASS (el servicio del Estado para niños abandonados)?

Es muy importante que esos jóvenes vean que la vida no es una fantasía, que hay otro modo de existir, que cuando uno comete un error puede pedir perdón e intentar no volver a hacerlo. Para que ellos se convenzan, lo tienen que ver en la práctica. Nosotros acogemos a los jóvenes y delante de ellos vivimos como una familia normal, por eso no es difícil para ellos imitarnos. Si fuéramos gente “perfecta” sería difícil imitarnos, pero justamente los roces que tenemos en la familia nos dan la oportunidad de crecer. Por eso, los jóvenes piensan: ¿y si yo también fuera capaz de mejorar?

¿Qué les diría a los jóvenes para animarlos a mirar más alto?

A los que tienen la suerte de tener una familia, les diría que es importante respetarla, honrarla y aceptarla; que ni aquellas personas a las que más queremos son perfectas. Muchas veces pregunto a la gente: “¿les has dicho a tus padres o a tus hijos que los quieres?”. Y la gente me dice: “ya lo saben”. Para criticar y decir lo malo, la gente no pone medida; sin embargo, cuando toca decir “te quiero” o “estoy orgulloso de ti” muchos se callan. Se anima a los futbolistas o a los ciclistas, pero es necesario que nos animemos entre nosotros. No es necesario ser un famoso para que alguien te anime. Y cuando los jóvenes ven eso, se producen cambios extraordinarios.

¿Qué influencia ha tenido su esposa sobre usted?

Mi mujer viene de un entorno completamente distinto, en el que no había problemas ni confusiones. Ella es diferente: es sencilla y vive sin complicaciones mentales. Conocía cosas que yo desconocía, tenía valores que me atraían... a veces los extremos se atraen. Y, ante todo, tuvo una mirada bella sobre mí porque si algunas veces soy guay, otras soy muy tonto. Cuando hablábamos yo le decía: “confía en ¬mí y ya verás. Cambiaré”. Algunas cosas las cambiaba fácilmente pero en otras tenía que ponerme tres o cuatro veces. Ella ha tenido la paciencia y la delicadeza de creer en mí, incluso cuando yo dudaba de mí mismo.

¿Y sus hijos?

Los hijos son un regalo hermoso. Hay espejos para mirarse, peinarse y vestirse, pero el espejo para cambiar tu vida está en aquellos que más quieres. Porque uno solo no puede verse a sí mismo. No es suficiente con decirte que vas a cambiar. Los niños exigen que no te des a medias. Ser adulto es fácil, pero para ser una gran persona, se necesita a los niños.

Mis hijos me decían que no hubieran querido tener otro papá y eso me hacía sentir muy orgulloso. Me decían: “papá, has cambiado mucho, eso está muy bien, ya no te peleas”. Yo les digo a mis hijos: “si papá hace algo bien, decírselo; y si hace algo mal, también”. Mi reto es mejorar cada día.

Ha tenido momentos duros pero también luces en la oscuridad: encuentros hermosos como, por ejemplo, con la Madre Teresa de Calcuta en Roma...

Pues yo no lo hice a propósito, no sabía ni quién era. Para mí era una anciana. Eso es otro ejemplo de lo que ha pasado en mi vida: tener encuentros que si los hubiera buscado nunca los habría vivido. Para mí son caricias del “Big Boss”; la vida no sólo te trata mal, eso únicamente pasa en las malas películas. En la vida real, cuando se escucha a la gente que se ha levantado después de vivir situaciones difíciles, uno se da cuenta de que nadie se levanta solo. Yo mismo he tenido personas en mi camino: el indigente que me enseñó a leer, papá Gaby (su padre adoptivo de los servicios sociales del Estado), la buena jueza y el padre Thomas. Todos son como regalos. El regalo más bonito en la vida son las personas que uno ha querido y quiere; y se necesita la vida entera para conocerlas.

Cuando expone su testimonio de vida, ¿cree que ayuda a las personas que tienen problemas?

Yo nunca pido dar ninguna charla pero hay gente que me invita. Recibo muchos correos de personas que han cambiado su vida porque se dicen: “si Tim lo ha conseguido, yo también puedo”. Mucha gente afirma que mi testimonio le ha dado sentido a su vida. Algunos han dejado de beber o de ser violentos y vienen a darme las gracias. Pero yo no he hecho nada. Por ejemplo, la gente lee mi libro y piensa: “Tim no es mejor que yo, así que igual yo también puedo cambiar”.

Por desgracia, se necesita tiempo para que los demás se den cuenta de las cosas, por eso la gente no tiene que desesperarse a la hora de hacer el bien. El campesino, cuando siembra, no va al día siguiente a su campo a echarle la bronca a la tierra y a pedirle que se dé prisa en dar frutos. El amor que se da en este mundo es similar: no es para gente que tiene prisa.


lunes, 19 de octubre de 2009

Javier Sartorius: tenista, surfero, profesor de artistas de Hollywood, hare krisna y, por fin, monje


Tomado de Religion en Libertad - Autor: Pepe Álvarez de las Asturias/Alba

Rafael Arnaíz fue un joven artista de familia aristocrática que lo dejó todo para ingresar en la orden trapense; murió en 1938, a la edad de 27 años. El Hermano Rafael fue canonizado el pasado 11 de octubre, pero no es el único caso de un joven de alta cuna que dejó el mundo. Javier Sartorius abandonó su pasado tras los muros de la vida monástica.

Tres de la mañana. Una noche lluviosa y lúgubre de julio. Después de más de dos horas subiendo el abrupto camino, en plena oscuridad, un peregrino se detiene ante la imponente puerta de madera del milenario Santuario de la Virgen de Lord, a 1.180 metros de altitud, en el prepirineo leridano. El peregrino golpea la pesada aldaba una y otra vez hasta que los sorprendidos habitantes de la Comunidad abren la puerta.

«¿Cómo te llamas?» pregunta uno de ellos. «Javier» contesta el peregrino. «¿Javier qué?» insiste el monje. «Sólo Javier». Sin apellidos, sin pasado. Esa noche, después de toda una vida de búsqueda e inquietudes, Javier dio el paso definitivo hacia sí mismo, hacia el silencio, hacia el vacío material. Hacia Dios.

Javier Sartorius Milans del Bosch era un joven extrovertido, apuesto, de noble cuna, carismático y deportista. El «zurdo de oro». Legendarios eran sus partidos de tenis con su hermano Fernando en Zarauz y Madrid; y el día que ambos arrebataron dos juegos a la pareja Casal-Sánchez Vicario, el Tenis de San Sebastián rebosó de pancartas y vociferantes «hooligans» (todos familiares y amigos) rendidos ante la hazaña de sus héroes. Juntos, Javier y Fernando, marcharon a Estados Unidos a estudiar Administración de Empresas, carrera que abandonaron casi al empezar para dedicarse a surfear las olas de California, ganar campeonatos de pádel, dar clase a las estrellas de Hollywood y, de paso, ingresar unos dólares vendiendo aspiradoras a domicilio o cuidando jardines. Sol, playas, diversión, chicas, deporte. Javier lo tenía todo. O no.

Fue precisamente en Los Ángeles donde Javier comenzó a sentir una creciente inquietud por la vida espiritual, un poco confusa al principio (llegó a pasar por el Hare Krisma). En 1989 fue Campeón USA de pádel; el año siguiente, misionero en Cuzco con Los Siervos de los Pobres del Tercer Mundo. Fue tal el shock espiritual que provocó la vida de pobreza y sacrificio absolutos, que decidió entrar en el seminario, en Toledo. Pero Javier no estaba hecho para estudiar («ni siquiera se puede copiar», decía) y tampoco para el sacerdocio. A él le iba más la vida contemplativa, la oración, incluso la soledad, a pesar de su personalidad extrovertida. Un compañero de seminario le habla entonces de la Comunidad de Lord y es allí donde encamina su vida, dejando todo su pasado atrás. Sólo quiere encontrarse a sí mismo.

«Algún día en cualquier parte, en cualquier lugar indefectiblemente te encontrarás a ti mismo, y ésa, sólo ésa, puede ser la más feliz o la más amarga de tus horas» (P. Neruda). Ese día resultó ser una lluviosa noche de julio de 1992; cualquier lugar, el Santuario de Lord. Y no fue la más amarga, sino la más feliz de sus horas. Y aunque dejó su pasado al otro lado de la puerta, su personalidad entró con él. Javier revolucionó, a su manera, la tranquila y silenciosa vida de los monjes. «Tenéis el cuerpo abandonado» sentenció, y montó un gimnasio, bastante primitivo, pero que aún hoy mantiene en forma al padre Jordana, a sus 90 años. Incluso llegó a conquistar a las monjitas de clausura, cuyas puertas se abrieron por primera vez a un varón en mil años de historia; «Vamos a hablar con ‘Sor Javier’», decían en el recreo, a pesar del estricto silencio impuesto. También revolucionó su vida: de la raqueta a la azada; de las fiestas playeras al estricto régimen de oración y estudio de la Biblia; de entrenar a las estrellas de Hollywood a pastorear un rebaño con más de 100 ovejas, a las que había puesto nombre una a una; del cálido sol californiano a los 10 grados bajo cero de su celda. Él era feliz así, viendo a Dios en lo cotidiano, con su trabajo, su oración, su soledad, su Cruz desnuda, como la de Cristo. No necesitaba nada más («había una persona tan pobre, tan pobre, tan pobre que sólo tenía dinero», le encantaba decir). Su familia lo apoyó devotamente; excepto su padre, que no llegó a entenderle. Entregándose a todos, robusteciendo su fe, Javier pasó los siguientes años en Lord. Disciplinado y perfeccionista, aceptó volver al seminario en Barcelona, que esta vez superaba con brillantes calificaciones, incluido el latín, aunque sin pretender en ningún momento abandonar su vida monástica cuando recibiera las sagradas órdenes (una vez más rompiendo normas).

Ya en 2006, una dolencia gástrica acabó convirtiéndose en su verdadera cruz, primero de dolor y finalmente de muerte. El 21 de junio moría en el monasterio cisterciense de San Miguel de Dueñas, donde era tratado de su enfermedad. Tenía 44 años. En el silencio del Monasterio, sólo mitigado por el tenue cántico de los monjes, ante el cuerpo inerte de su hijo, el padre de Javier sollozó, «Ahora lo entiendo todo».

Es curioso, pero a pesar de su juventud y de haber elegido la vida monacal, solitaria, de espaldas al mundo, Javier dejó su impronta grabada en las almas de miles de personas a lo largo de su vida, y después de su muerte. Tenía una energía especial, contagiosa y benefactora, que legó a todos los que le conocieron y quisieron. Y que aún hoy llega con fuerza a todos los que le rezan.

Un campeón de Cristo.
«Puedes ser tenista de fin de semana. Pero para jugar en primera, hay que entrenar duro todos los días, y muchas horas. Sólo así se gana», solía decir. Javier fue un campeón en todo cuanto hizo, en el trabajo físico, en la oración, en el estudio, en la caridad, en la simpatía, en el cariño hacia su familia… y sobre todo, en su amor a la Cruz, en su entrega a Cristo. Ahí sí que ganó.

domingo, 11 de octubre de 2009

Las confesiones de un sacerdote gitano, Juan Muñoz Cortés


Tras superar discriminaciones y un cáncer, afirma ser “el más feliz”

BARCELONA, domingo 11 de octubre de 2009 (ZENIT.org).- Ni los cachetes de su padre, ni las burlas de sus amigos, ni la discriminación por parte de algunos compañeros en el seminario ni un grave cáncer han podido apartar a este joven gitano de su anhelada vocación sacerdotal.
Nacido hace 35 años en el barrio marginal de La Mina, en Barcelona, Juan Muñoz Cortés sintió desde los doce años la vocación al sacerdocio, una llamada en la que han intervenido personas concretas que ocupan un lugar preferente en su corazón, pero también fuertes experiencias espirituales.

Lo explica en la siguiente entrevista con ZENIT, que, en el Año Sacerdotal, ofrece las "confesiones" de cardenales, obispos y sacerdotes sobre su vocación. La serie fue abierta por el cardenal Tarcisio Bertone, secretario de Estado de Benedicto XVI.

--¿Cuándo empezó a sentir la llamada a la vida sacerdotal?

--Juan Muñoz: En el colegio descubrí una sensación por la figura de Jesús de Nazaret y empecé a interesarme por ella, gracias a la profesora de religión, una monja Hija de la Caridad, con quien tuve una charla.

A los doce años, una noche, me vino como una luz, una imagen de Cristo, que lloraba constantemente; y empecé a llorar.

Eran las tres de la mañana. Estaba en mi habitación, al lado de mi hermano. Mis padres se levantaron y me preguntaron: "¿Qué te pasa?, ¿qué te duele?".

Y respondí: "Lloro de alegría porque en mi cabeza se me ha representado un señor con barba y con lágrimas, llevaba una corona".

Poco a poco fui descubriendo mi vocación, hasta que un día, un sacerdote me preguntó, intuitivamente: "¿Por qué no eres sacerdote? ¿Te has planteado alguna vez la vida sacerdotal, de servicio a la comunidad?".

Yo no le había comentado nada antes por vergüenza y, en aquel momento, me sonrojé y no supe qué contestar. A partir de ahí, todo evolucionó.

El acompañamiento personal es muy importante para que la persona, el joven, descubra su vocación. A través de los testimonios de sacerdotes, monjas y laicos, podemos ver la vocación.

--¿Cómo reaccionó su familia?

--Juan Muñoz: Cuando les dije que quería ser sacerdote, se sintieron muy mal. Me dieron que no, que me tenía que casar y tener hijos.

Yo soy del pueblo gitano y, para mi familia, que un hijo no se case y no tenga descendencia resulta un poco chocante.

El hecho de que mi familia no aceptara mi vocación me hizo entrar en crisis. Estuvieron algún tiempo sin hablarme, incluso recibí algún cachete de mi padre. Él no aceptó mi vocación hasta el momento de su muerte.

Pero entonces, en la UCI, después de pedir la extrema unción y confesarse, me pidió perdón y me dijo: "Me voy con Dios y voy a rezar por ti, para que seas sacerdote; desde el cielo te ayudaré".

Yo sólo le dije que le perdonaba y que se fuera en paz con Dios. Me parece que Dios me quiso dar este gran testimonio de mi padre antes de morir. Fue muy bonito. La muerte de mi padre me marcó muchísimo.

Y ahora, gracias a Dios, la cosa va muy bien. Mi madre y mis dos hermanos están muy contentos.

--¿En su camino hacia el sacerdocio, sintió dudas?

--Juan Muñoz: Toda mi vida, desde los doce años, he querido ser sacerdote, pero ha habido muchísimas dificultades, evidentemente.

Por ejemplo, me escondía para ir a Misa porque mis amigos se reían de mí. Incluso dejé de ir a la iglesia durante dos años porque pensaba que la llamada a ser sacerdote era una obsesión mía.

En ese tiempo, salí con una chica. Le advertí que yo tenía vocación para ser sacerdote, pero estaba en duda. Ella respondió que lo respetaba, aunque no lo compartía.

Pero llegó un momento en que tuve que decirle: "Lo siento mucho, pero no puedo más: hay como un agujero entre tú y yo, y lo único que me puede llenar en mi vida es servir a los demás, a los más necesitados, y seguir el camino por el que Dios me ha ido llevando desde hace años, que es ser sacerdote, que es estar con él muy intensamente".

Ella se sintió mal, incluso pasó una depresión, pero salió de ella y ahora nos llevamos muy bien. Está casada, tiene hijos y, gracias a Dios, todo ha evolucionado bien.

--¿Qué otras dificultades tuvo que afrontar en el seminario?

--Juan Muñoz: El hecho de que mis amigos no me aceptaran al entrar en el seminario me ha marcado muchísimo y me ha afectado en mi vocación.

Por otra parte, yo soy gitano, y por ello me he sentido marginado por compañeros del seminario, e incluso por algunos sacerdotes que no me aceptaban.

Me decían que vamos siempre sucios, lo típico. Alguien llegó a decirme que me tenía que ir a la Iglesia evangélica por ser gitano.

Pero yo, con la ayuda de Dios, con mi oración directa con Él, que siempre me ha ayudado, que me decía en mi interior: "no te preocupes, tú continúa adelante, a pesar de las crisis, a pesar de los momentos difíciles, estoy contigo", mira hasta dónde he llegado.

Aunque creo que poder llegar a ser sacerdote ha sido obra de Dios.

Me ordenaron sacerdote en la Basílica de Santa María del Mar, con dos compañeros más. Asistieron 1.600 personas y unos 140 sacerdotes.

Y ahora soy la persona más feliz. Vivo el sacerdocio con mucha plenitud, como si esto lo buscara desde siempre.

--¿Qué ha sido lo más duro, en este proceso?

--Juan Muñoz: Lo más duro fue que, cuando ya era diácono, los médicos me diagnosticaron un cáncer. Me chocó muchísimo y entré en una crisis.

Realmente, la enfermedad la descubrí en sueños. En ellos, mi padre, que ya había fallecido y estaba junto a una señora que iluminaba, aunque yo no le veía la cara a ella, me avisaba: "Ve al médico".

Se lo expliqué a mi madre, que también me animó a visitar al médico. Y al tercer día de tener estos sueños, sentí un dolor fuerte, que me asustó. Entonces sí fui al médico y me lo detectaron.

Se trataba de un cáncer muy agresivo. El médico me advirtió que debían operarme, aunque podía haber mucha metástasis y a lo mejor no salía del quirófano.

Me rebelé contra Dios. Le pregunté por qué cuando llegaba a mi plenitud, a lo que más había soñado, a ser sacerdote, me llegaba un cáncer, del que quizás no iba a salir.

Entonces le dije a mi director espiritual que quería ir a Lourdes y me encomendé al doctor Pere Tarrés.

Fuimos a Lourdes, dormimos en una posada pasando mucho frío, y a la mañana siguiente, celebramos la Misa en la Gruta y fuimos a las piscinas.

En las piscinas, sólo estábamos él y yo. Cuando me tocó a mí meterme en el agua, sentí una sensación muy rara y empecé a llorar.

Uno de los voluntarios me preguntó qué me pasaba. Le conté el problema que tenía, le dije que no quería morir, que tenía miedo. Y él me respondió: "Ya verás como la Virgen te va a curar; tú reza aquí".

Me bañó y después empecé a llorar otra vez. Me quedé allí unos minutos rezando ante la imagen de Lourdes. Y salí de allí transformado.

Entonces le dije a mi director espiritual: "La Virgen me ha curado, siento mucha paz en mi interior". Se quedó sorprendido.

Al volver a Barcelona, incluso los amigos que me venían a ver me preguntaban qué me pasaba, y me decían: "Estás cambiado, estás como iluminado".

Cuando los médicos me abrieron, vieron que no había metástasis. Y no me han aplicado quimioterapia ni radioterapia, ni tomo ninguna medicación, aunque sí me van realizando controles. Para mí, fue un milagro.

--¿Qué experiencias, positivas y negativas, le han sorprendido en el año y medio que lleva como sacerdote?

--Juan Muñoz: Yo pensaba encontrar más respeto, amor y entrega entre los compañeros sacerdotes, pero me he llevado un poco de decepción al sentir como una desunión entre los sacerdotes, no sé si es como una soledad por el hecho de que los sacerdotes diocesanos viven solos.

Pero a la vez he conocido a gente estupenda que me ha apoyado en todo; personas de todo tipo, de toda cultura, de toda raza, jóvenes y ancianos, de los que he aprendido muchísimo.

Realmente he visto el rostro de Dios en esas personas. No me llegaba a imaginar cómo puede hablar Dios a través de las personas.

Algunas personas, curiosamente sobre todo mujeres, me han marcado mucho y me han proporcionado ayuda de todo tipo -espiritual, económica,...- para llegar a ser sacerdote.

Pienso en la relación de María Magdalena con Jesús, supongo que ella le consoló muchas veces y le ayudó con sus palabras, cuando se sentía incomprendido, desprotegido e incluso solo, a sacar fuerzas y pedirle a Dios que se hiciera su voluntad.

Recuerdo por ejemplo un gran amigo, que ahora trabaja en el obispado, con el que compartí las vísperas de mi ordenación sacerdotal.

Yo no podía dormir. Nos abrazamos, lloramos juntos y estuvimos hablando de Dios, de la entrega total que iba a hacer, al consagrar toda mi vida a Dios y a los más necesitados.

Y lo más maravilloso ha sido llegar a la plenitud de ser sacerdote. Lo vivo con muchísima intensidad. A veces las palabras no bastan.

Vivo con mucha pasión la entrega de la Eucaristía. A veces me emociono al cantar el prefacio.

--¿Y qué ha sido lo más impactante, de su vida sacerdotal?

--Juan Muñoz: El tanatorio. Estoy colaborando en los servicios funerarios de Barcelona y me ha impresionado muchísimo el dolor de las personas, y poder transmitir una esperanza, una fe en la otra vida a personas que sufren el dolor de la muerte de un ser querido, que se sienten solas, que se sienten abandonadas por Dios.

Que entren llorando amargamente y salgan con fe, dándote las gracias porque has transmitido un testimonio y un mensaje de Cristo vivo y una esperanza en la otra vida, a mí es lo que más me ha impresionado.

Incluso he casado a personas que he conocido en el tanatorio y he hecho muchos amigos que se han empezado a confesar conmigo y les estoy haciendo como de guía espiritual.

Si el sacerdote es una persona que reza y se entega a los demás, es la personas más feliz.

[Por Patricia Navas]

Tomado de ZENIT.org
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